En busca de la copia privada.

Parecía que el tema de la copia privada -aquel famoso canon que gravaba los Cd y cualquier dispositivo que fuese susceptible de hacer copias de un archivo- estaba finiquitado. Que sí el gobierno lo iba a pagar, que si iba a desaparecer… En definitiva cuando ya han pasado veinticinco años desde que se aprobase la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) las entidades de gestión y los creadores parecen acercar posiciones. Las primeras por representar a los segundos, ya que en España entre nacionales y extranjeros suman ya más de un millón de creadores que generan trabajo, progreso y desarrollo económico con su creatividad.

Es sabido por todos que el ser humano tiende a evolucionar por naturaleza, sólo hay que ver como hemos pasado desde las cavernas hasta los robots en un ligero viaje en el tiempo. Aunque, dejando la frivolidad a un lado, la propiedad y más bien la propiedad intelectual ha tenido mucho que ver en esa prosperidad evolutiva del hombre y la mujer.

Simplemente analizando los cuatro últimos siglos, en todos ellos aparte de los logros históricos, han habido hitos importantes para los derechos de autor. En el siglo XVIII mientras rodaban cabezas durante la Revolución Francesa, un diputado de la Asamblea Nacional ya hizo llamada de atención proclamando los derechos de autor como un derecho inusurpable, ya que la propiedad de los bienes y las obras del espíritu era la tenencia más sagrada de todas aquellas que antes de ser creadas no existían. En el XIX, una vez que la propiedad intelectual era respetadisima comenzó a evolucionar, apareciendo de este modo los primeros límites a los derechos de los autores, por ejemplo que, en determinadas circunstancias otras personas creasen copias (privadas, claro) de esas creaciones ajenas, sin que alterasen ningún derecho de sus propietarios creadores. En aras, eso si, de que la divulgación de dichas obras fomentase el conocimiento en pos de la cultura del pueblo. En el siglo XX, ya superada la guerra civil española, la aparición en masa de cacharros electrónicos que permitían escuchar, ver y leer obras, catapultó el límite de la copia privada al desastre, pues tantas copias se hacían que estaban afectando al mercado y a la industria. De ahí que se decidiese, tras recomendación de una directiva de la Unión Europea, que los autores percibiesen a través de sus correspondientes entidades de gestión de derechos, ya fuese de música, cine, libros o pintura, una compensación equitativa, más bien simbólica, por considerar que estos aparatos se iban a usar,predominantemente, para copiar obras. Este tema siempre ha suscitado un debate en tanto en cuanto se estaba dando por hecho que el consumidor copiaba, pero a tenor de los eslóganes publicitarios, esas tecnologías estaban destinadas a facilitar o enganchar al usuario a estas prácticas. Y como el ser humanó es débil, olvido la ética y el esfuerzo de los autores para inventar una nueva filosofía que viene marcando el siglo XXI y que básicamente a través de las redes sociales ha transmitido el siguiente valor: todo lo que circula por internet es gratis. Este «gran» mensaje va apoyado incluso por personalidades doctas y con criterios académicos, que quizá quieren analizar este hecho con su parte de usuario más que con su visión profesional.

Pero no solamente se hacen argumentos facilones, también se amparan algunas de estas argumentaciones en la libertad de expresión, valor que todos amamos por lo que ha costado en el mundo que sea un standard. El problema es cuando sacamos a relucir otros argumentos como la libertad de creación y la propiedad de los creadores, esta última perteneciente a los derechos incluidos en nuestra Carta Magna. El equilibrio como siempre es el mejor aliado, puesto que la propia vida y la sociedad marca las reglas. Ni las obras van a ser gratis, ni las obras van a arruinar ninguna economía doméstica del consumidor. ¡Que le vamos a hacer si en nuestro país gusta tanto la música, sobre todo! ¡Pues que menos que apostar por ella!

El otro día cuando hablaba con un amigo sobre el esfuerzo creativo que supone componer, escribir o rodar una película, él dedicado al mundo de las páginas webs insistía que eso la gente no lo entiende, que apenas le importa. El caso que cuando voy a un concierto y veo a mucha gente que ha pagado su entrada para disfrutar de su artista o para descubrir alguien nuevo, me doy cuenta que mi amigo no tiene razón y que la gente es tremendamente humana y solidaria con la creación. Puede ser que en estos momentos se haga alguna trampilla para escuchar música y salir del paso como exportar música desde Youtube a los móviles, pero ya existen aplicaciones que por lo que vale una caña tienes toda la música que existe durante todo un mes. En resumidas cuentas el valor que le damos a nuestros gustos nos define y yo hace bien poco que me he podido permitir calzarme en Prada, pero Silicon Valley lo merecía.

Por lo tanto la copia privada, viene a asemejarse más a una suscripción que el consumidor paga al autor, a modo de cuota, que a un impuesto como quiere enfocarlo el anteproyecto de Ley de la Propiedad Intelectual que en estos momentos se está cocinando. Y en el menú se están preparando tres nuevos platos: el artículo 25.1 de la LPI, entremés que suelta la perla de que la copia privada se cargará a los presupuestos generales del estado para compensar los derechos de propiedad intelectual que se dejan de percibir por el límite de copia privada. La solucion del gobierno ha sido no diferenciar quien va a consumir dando por hecho que ya que en nuestro país hay dos móviles por habitante esta claro que va a consumir por lo que más nos vale que lo paguen todos y lo metemos a la cuenta del país. Es una solución un tanto de comunidad de vecinos pero, no creo que el gobierno tenga grandes conocimientos de la propiedad intelectual. Los que salen más perjudicados son los creadores que van a percibir una cantidad fija, no variable como anteriormente ocurría, pues dependía de los beneficios que se obtuvieran ese año de cara a hacer el reparto de la copia privada. Como primer plato del menú, tenemos el artículo 25.5 que exime del pago de la compensación en las situaciones en que el perjuicio causado por la copia privada sea «mínimo». Mínimo, hoy en sí, es un término algo abstracto porque mínimamente cuando te conectas a una red social ya estas en contacto con, al menos, cien personas, por lo tanto, esto parece ser el antídoto del primer artículo: lo incluimos en los gastos pero si no se produce un desatre para los artistas, que se los queden las arcas del estado. Pero, si aún estáis con hambre el postre nos trae el artículo 32 que se centra en el uso de las obras en el ámbito educativo sin necesidad de autorización ni de compensación alguna. Precisamente ese público adolescente que siempre ha sido el que ha nutrido el mercado ahora se le patrocina el entretenimiento, esta vez sí, camuflandolo como cultura. Suerte que el artículo 40 bis de la LPI sigue intacto recordando que en los artículos relativos a la copia privada «no podrán interpretarse de manera tal que permitan su aplicación de forma que causen un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor o que vayan en detrimento de la explotación normal de las obras a que se refieran.

El debate sigue abierto aunque yo siempre creeré que el autor hace su trabajo que es entretener y el público hace el suyo que es remunerar al artista por llenar su día a día de frases, ritmos, imágenes, personajes y un mundo mágico y fantástico como nuestro propio ser. Cuando vengan los robots, hablamos.

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